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sábado, 26 de noviembre de 2011

Aburrimiento de facultad.

Escucho y escucho. Y me canso de oír que si el arte, que si la técnica. He llegado a la conclusión que el arte, por nuestra libidinosa atracción por la modernez, el minimalismo, el estilo y demás perífrasis de una misma cosa, es una palabra de cuatro letras, histórica y bella –estéticamente-, biensonante que queremos abrazar, alabar y salivar en un discurso al redecirnos con ella, y poco más.

Contextualizando, y siendo coherentes con una contextualización, el arte es arte y deja de serlo. Quizás estoy diciendo algo casi hitleriano, no me extrañaría, pero la cuestión es, y ojalá un teórico o alguien más leído en estos términos me debatiera, es que un óleo de proporciones perfectas o mármoles entorchados, contextualizado en nuestros días de jinetes sin cabeza y antorchas y azadas levantadas, no es arte, perdón, nos empeñamos en decir que no lo es, que lo fue. Es algo así como que el arte de hoy en día está más cercana al ordenador que al caballete. Para mí, la pintura rupestre, el sfumato, la ópera y el teléfono son simplemente vestigios. Y no estoy hablando por mí honestamente, estoy hablando por lo que me enseñan los que dan asignaturas del tipo historia y teoría. Es que contextualizado, una palabra que entendemos por “en unas circunstancias determinadas” todo lo que se sale de esas circunstancias deja de ser igual… ¡Buah, que aburrimiento!
Existe el arte contextualizada, que es lo que todo el mundo entiende por arte, algunos también la llaman técnica y a otros, a los que más hay que tener en cuenta ( pues “Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de Dios”), que piensan que las señoritas de Aviñón las puede dibujar su sobrino, dicen que no lo es. Para mí, honestamente, el arte es algo así como la poesía, de manera que aún desconozco, sin ser lo mismo, a veces estos términos se enlazan, no puedo decir que se casan pues el matrimonio es sólo entre hombre y mujer, obviamente, que sus significados se diluyen, y para mí es una característica espontánea, un guiño en una circunstancia, que sodomiza a la técnica y que hace andar de coronilla a las artes y que aparece en cualquier lugar, en una sombra nocturna, en una perspectiva caprichosa y aleatoria de una bolsa de basura, en una palabra mal entendida, en un anuncio publicitario o en una empresa -en un contexto- y entonces demuestra que el mundo gira y que los antiguos artistas, son artistas, eso, en su contexto.
Y es cuando veo estas obras de arte de manos del lucrativo negocio tal o del asfixiante y obsoleto Autocad, me llevo las manos a la cabeza y el pañuelo a la nariz cuando veo gente debatiendo que si el arte y la ingeniería, que si el arte y la estética, que si el arte y la lengua, que si el arte y las matemáticas. Aburridos todos, aburrido yo. El arte como término, como coletilla o como sodomita de técnicas y sabidurías entonces deja de ser importante, y vamos a lo que vamos, a la esencia, que es como ese ideal purista del artista como prestidigitador de una artesanía y que residió, reside y residirá en las personas, un punto tan utópico que parece irrisorio, pero igual de irrisorio es la pretensión de encontrar una pureza formal o la de hallar equilibrio en los trazos o métrica en la redacción, rima en la lectura, pero es esta mucho más banal, en la que yo creo es la que de verdad, de alcanzarse, sería revolucionaria, sería lucrativa, sería religiosa. Yo creo en el arte como democracia. Como República. El arte como política sin la pretensión de gobernar, si no la de analizar y proyectar un interruptor de acción. No creo en los museos como escaparate, ni como tienda, ni en los cuadros como producto, ni en la arquitectura como arte, ni en la tecnificación del arte, es esto el primer movimiento estratégico-bélico para dejar a una herramienta antiséptica, anti-persona, un arma de cultura, fuera de juego. Y entonces me lleno de envidia y me veo simple al darme cuenta de que soy un cómico, que cuenta chistes, que como los buenos chistes dicen la verdad y que mi objetivo no es ser un demócrata sino un hedonista. Y al escribirlo no puedo evitar decirme a mí, para mí, eres un usuario, un borracho y no un predicador. Y toda esta procesión de improperios a las soberbias de esos talentos resacosos se justifica, pues yo también soy un corto de espíritu, y mío es también el reino.